Hoy estoy tan triste que tengo el valor de escribir. La lluvia, los edificios en los charcos, los paragüas rotos, también me animan a ello.
Hace algún tiempo que me di cuenta que el alcohol saca la parte más triste de nosotros, haciéndonos llorar como perras. Nos quejamos de ausencias y anhelamos otros tiempos, otras vidas, otro cielos. Verla desmoronarse con la cabeza alta, la ironía en la punta de la lengua y gin tonic en mano, supongo que confirma mi teoría.
Agonizaba por las soledades acompañadas y esa libertad encarcelada. Jurando que su quimera eran los amores efímeros, la desnudez en una playa, la despreocupación de un indígena. Creo que en ese momento puso boca a lo que todos pensamos y callamos, soñamos y no obtenemos. Estaba tan segura de los cimientos de su castillo en ruinas que cualquiera diría que estuviese a punto de derribo. Aguantando a la tormenta con los pies en el suelo y con dos ovarios.
Quizás pretendo saldar mi deuda de años, diciéndole desde esta cueva, que ya es libre, desde hace mucho y que la admiro por ello. Porque son muchas las veces las que alzó la voz y abrió de par en par la sonrisa para callar al mundo.
Al terminar de confesar que ese cuerpecito con grandes pechos no tenía dueño, dejó su gin tonic y salió por la puerta enciéndose un cigarrillo. Cómo decirle que ya sabíamos que siempre tuvo un billete de ida en el bolsillo hacia paradero desconocido.
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